Nadie debe extrañarse de que
el conferenciante se ande por las ramas. Pongamos el siguiente caso. El
conferenciante va a hablar sobre la enfermedad. El teatro se llena con diez
personas. Hay una expectación entre los espectadores digna, sin duda, de mejor
causa.
La conferencia empieza a las siete de la tarde o a las ocho de la noche.
Nadie del público ha cenado. Cuando dan las siete (o las ocho, o las nueve) ya
están todos allí, sentados en sus asientos, los teléfonos móviles apagados.
Da
gusto hablar ante personas tan educadas. Sin embargo el conferenciante no
aparece y finalmente uno de los organizadores del evento anuncia que no podrá
venir debido a que, a última hora, se ha puesto gravemente enfermo.
(Roberto Bolaño)
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