
"La monogamia las pone contra la pared, por lo que no tienen más remedio que engañar a su marido. Hay quien dice que este engaño les produce inefable felicidad; más bien entran en conflicto, pues muchas, la mayoría de ellas, son conservadoras por definición – cuántas no, guiadas por un moralismo absurdo, terminan confesándole a su esposo aquel desliz (con lo que de paso devastan su matrimonio). Pero de pronto se sienten tan bien, con ese “gran peso que se les ha quitado de encima”.

"La mujer de treinta años apunta sus juicios sobre el varón como lo haría un dictaminador sobre una obra literaria, tal cual, con esa solvencia que nadie ha autorizado pero que todo mundo acepta, algunos con más resignación que otros.
"La treintañera se encuentra en la intersección entre la mujer joven y la madura. Así, lo mismo despierta un deseo insoslayable en la cabeza del jovencito que en la del ciencuentón. Porque cristaliza los sueños de uno y otro. O porque podría cristalizarlos, si se decidiera. Pero es cauta; tarde o temprano engañará a su esposo, pero, según ella, lo hará guiada por el amor. Porque le echa la culpa de todo al amor. Bueno o malo, el amor parece apuntalar cada uno de sus actos. Si no la aman, encontrará en su carencia la congoja y la desdicha; si la aman, denostará de ese amor: querrá ser amada de otro modo, en otro tenor. Es una inconformidad natural, que por fin se manifiesta en la mujer de esta edad: porque se da de topes en la pared por la educación innoble en que ha sido forjada: una cerrazón sexual que la encarcela y la hace abominar las costumbres anquilosadas. Quiere amar en todas las formas, en todos los modos, quiere probar todo en la cama, experimentar, explayarse, disfrutar todo lo que su capacidad le dicta, y los años pasan y ve con alarma que las cosas siguen igual. Que aquella experiencia no llega.

"La fidelidad es la ruina del matrimonio. El camino más expedito para conducir un matrimonio al fracaso es guardar bajo llave el precepto de la fidelidad. Y la mujer treintañera lo asume con rabia. Aun a esa edad, no se explica por qué no es libre de acostarse con los hombres que le gustan: quisiera hacerlo, sueña de pronto con algún amigo de su esposo: hace el amor con su marido, y piensa que está en los brazos de ese otro. Y en su cabeza y en su corazón se va fraguando cierta amargura inabolible. Se conforma entonces, se resigna, mientras el deseo termina de fincarse como raíz de un árbol; se conforma con sonreírle, con mirarlo de soslayo, con atenderlo en aquella cena; hasta que él se percata y las cosas se precipitan.
"La treintañera es administradora ideal. Sabe sacarle el mejor jugo al dinero: revisa las cuentas en los restaurantes, discute cualquier medida que considere un atropello, pelea a muerte los abusos bancarios. Una mujer treintañera lleva a su hogar – cuando en efecto vive en su casa y hace ahí su vida – con creces. El hombre que tiene por esposa a una mujer así puede vivir tranquilo. Sabe que no pasará aprietos. Que siempre habrá dinero y, por ende, tranquilidad.
"Si ama, y cuando ama, la mujer treintañera es absolutamente solidaria. Va con su hombre – sea su marido o no, eso es lo de menos – hasta el quinto infierno; por sus venas corre, finalmente, esa pasión indomeñable. Y cuando encuentra un hombre con el cual establece una afinidad intelectual y espiritual entrañable, inequívoca, se da para siempre. Así sea que sufra decepciones o engaños, la mujer treintañera enamorada construye, paso a paso, la mejor vida amorosa. Que es la suya".
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